1 nov 2013

La chica del panteón [Leyenda Nogalense]

La chica del panteón
[Leyenda Nogalense]

Adaptación de:
Andrés Lechuga H.

Eran alrededor de las doce de la madrugada de un dos de noviembre.
Una espesa neblina mantenía manejando con cuidado a un aventurado taxista que había entrado a la Avenida Reforma. Ya era muy tarde, todos los puestos de la Feria del Hueso se encontraban cerrados, pero este solitario sujeto mantenía la idea de encontrar algún olvidadizo ciudadano que necesitase un aventón a su casa, pero a su vez movía la mirada hacía los espejos y alrededor para cuidarse de la policía, ya que él no debía estar ahí, se suponía que cerraron la calle para el festejo mexicano.
Sintonizó la única radio que transmitía música de su gusto a esa hora, ajustó el volumen y se concentró aun más en el camino; redujo la velocidad y se enderezó en el asiento. La niebla se había hecho más densa que antes. Con miedo a ser visto por alguna patrulla encendió las luces, y fue ahí cuando una dorada cabellera reflejó lo transmitido por los faros del taxi.
Se trataba de una joven mujer, no llegaba a los treinta años. Llevaba puesto un vestido rojo, unos tacones blancos de gran plataforma y portaba una larga cabellera dorada; más brillante que cualquier otra piedra preciosa habida y por haber.
Al taxista le impresionó mucho la chica y aun viéndose de espaldas, este consideró que se trataba de una joven y bella mujer; entonces se orilló y con el claxon consiguió la atención de la joven muchacha.  
Bajó el vidrio del asiento del copilotó y entabló conversación.
—Buenas noches, señorita, ¿necesita que la lleve a su casa? —preguntó con una amigable sonrisa.
—Buenas noches, sí, necesito llegar a mi casa, me salí sin permiso, y si se dan cuenta que no estoy, me irá muy mal... —explicó un tanto apenada.
La joven reveló al taxista sus bellos zafiros oculares, sus gruesos labios rojos y delicados rasgos femeninos que harían caer rendido a cualquiera.
—De acuerdo, suba entonces —indicó.
Pero la muchacha no subió, sólo se quedó ahí parada moviéndose ligeramente.
—¿Qué sucede? —preguntó—. No tema, no le haré daño —sonrió de nuevo.
—No... —dijo casi entre dientes—. Es sólo que... No creo tener dinero suficiente como para pagar un viaje tan extenso...
—Dígame hasta donde va, y le digo cuanto le costaría.
—Al final de la Reforma, cerca del Panteón...
—¿Considera eso lejos? —preguntó retóricamente—. ¡Está a unos minutos! Serán... quince pesos solamente.
La chica sonrió aliviada y con fuerza estrujó un arrugado billete de veinte pesos que sostenía como si lo estuviese escondiendo en su mano derecha; abrió entonces la puerta de pasajeros del taxi y subió. En  lo que llegaban, el taxista deseaba saciar algunas dudad que le habían surgido al presentársele tal situación.
—Una chica como usted, en un lugar como este, a estas altas horas de la noche y aparte sola... ¿se encuentra bien? —dejó llevar sus palabras.
—No debía salir todavía, es demasiado temprano —miró hacia un lado—. Desde ayer estoy fuera de casa, y como mi familia ha estado durmiendo, no se dieron cuenta de mi ausencia, pero están por despertar. Tendré problemas si van a buscarme y no estoy, se supone que estoy durmiendo hace ya un tiempo.
—¿Está fuera de su casa desde ayer? —se impresionó—. Si que se encuentra en un grave lio, señorita.
Mientras ella y él hablaban, intercambiaban miradas por el retrovisor.
—Así es, por eso debo apresúrame, creo que no lo lograré —mordió su labio.
—Disculpe por entrometerme tanto, pero podría saber... —se detuvo unos segundos—, ¿qué fue a hacer durante un día entero? —acomodó sus manos en el volante.
—Visité viejos amigos, amantes y familiares... —bajó su mirada—. Muchos cambiaron, no tenía idea de la situación en la que los iba a encontrar. No me trataron como esperaba, al contario, les disgustó verme...
—¿Tantas personas debía ver que le tomó un día entero?
—Así es, he pasado por muchas cosas...
—¡Pero no se desanime! —exclamó—. Así es la vida después de todo...
—¿A qué se refiere...? —interrumpió.
—Lo que quiero decir es que la gente muchas veces cambia, o en realidad no era quien uno creía; uno apostaría su vida por aquellos que ama, pero ellos no por uno... Pero al final uno se da cuenta que de verdad tiene gente al rededor que le aprecian de verdad... ¿o me equivoco...?
La muchacha se quedó callada unos segundos.
—Tiene razón... Ellos me trataron hoy así, pero mi familia siempre estuvo conmigo, desde hace ya muchos años... —sonrió con sus blancas perlas relucientes—. Aunque de todas formas, ellos no me visitaban hace ya un tiempo, quería saber si les había pasado algo... Pero ya no importa.
—¿Ve? No es tan malo...
—Aquí es... —dijo seria y espontanea.
Habían llegado a donde la chica quería; la niebla se había adelgazado un poco, pero no del todo.
—¿Dónde es? —preguntó el taxista,
—¡Allí! —señaló.
La oscuridad de la noche y la blanca tela no dejaron ver al taxista donde le había indicado la joven; pero para no quitarle más tiempo sólo asintió con la cabeza.
—¿Quince pesos había dicho, verdad?
—Así es.
—Aquí tiene, guarde el cambio —le entregó un billete de veinte pesos.
—Gracias... —sonrió.
El taxista observó como la chica temblaba del frío, así que antes de que se alejara del auto la tomó de brazo y le ofreció su chamarra.
—No es necesario, señor, gracias.
—Vamos, sólo por esta noche, de camino a su casa podría tomar un resfriado, sería malo que eso pasara, no lo puedo permitir.
—Si eso es lo que piensa, se lo agradezco... —se puso la chamarra—. Gracias... Venga por la mañana, no estaré, pero dejaré su chamarra a la vista, así podrá recuperarla.
—De acuerdo, suena bien pero... disculpe hacerle esta pregunta pero... si no encuentro su casa, ¿qué nombre debo decir para que indiquen la dirección?
—No es problema, no tiene porqué disculparse... —sonrió—. Ni nombre es Mirna Hernández.
Entonces sin decir más y quitándole oportunidad al amable taxista de decir algo más, Mirna se apresuró a irse.
Más tarde, casi para dar las nueve de la mañana, el taxista volvió en busca de su chamarra.
Buscó en la zona pero no encontró su prenda por ningún lado; se fastidió un poco, ya que en ese lugar, en ese día la gente caminaba como sardinas.
A lo lejos vio alguien que salió de su casa y se acercó.
—Buenos días, disculpe pero, ¿no sabrá dónde encontrar a Mirna Hernández?
Era un anciano, ya casi sin nada de cabello; con unas cejas plateadas muy pobladas, alto y delgado.
Vestía una camisa amarilla con líneas del mismo en un tono más fuerte, pantalón crema y zapatos de vestir cappuccino,
—¿Mirna Hernández? ¿Alguien güera y de ojos azules?
—¡Sí, ella misma! —exclamó feliz el taxista.
—Sígame... —le miró extrañado.
—¡Gracias! —sonrió.
—Es la primer persona que viene a verla en mucho tiempo que no sea yo —comentó—. Ella y yo nos vemos un par de veces en el año. Atiendo un negocio así que no puedo descuidarlo.
El taxista sin darse cuenta, debido a la cantidad de gente y por venir concentrado escuchando al anciano, no se percató de que había sido guiado dentro del panteón.
—Aquí está... Mirna, buenos días, tienes un visitante...
Habían llegado ambos a una tumba, esta decía claramente: "Aquí yace Mirna Hernández", el año de fallecimiento estaba borroso, pero el año nacimiento decía: "1950".
—Esto debe ser un malentendido, señor, yo...
—Qué raro... —interrumpió—. Alguien dejo su chamarra olvidada aquí... —tomó la prenda—. Estando entre tanta gente no es de extrañarse.
Los ojos casi saltan fuera de las cuencas del taxista.
—¿Me... deja... ver... esa... chamarra? —preguntó casi sin voz.
No había duda alguna, era su chamarra. El mismo olor, textura, talla y algunos hilos salidos se mantenían donde mismo. Entonces observó las cercanas tumbas de junto, se alcanzaba a leer: "Jaime Hernández", "Susana Morales de Hernández", "Alexan Hernández" y "Luis Hernández".
Sin aliento, casi a punto de desmayarse, el taxista retomó la palabra.
—Disculpe... esta... mujer... ¿murió joven...? —preguntó a duras penas.
—Sí... —dijo sin rodeos—. Fue un trágico accidente familiar, los viejos de esta colonia nunca lo olvidaran... La pobrecita no llegó ni a los treinta años de edad... 
El taxista sin decir nada más se alejó en una rápida caminata, dejando al anciano hablando solo.

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