La chica del panteón
[Leyenda Nogalense]
Adaptación de:
Andrés Lechuga H.
[Leyenda Nogalense]
Adaptación de:
Andrés Lechuga H.
Eran alrededor de las doce de la madrugada de un dos
de noviembre.
Una espesa neblina mantenía manejando con cuidado a un aventurado taxista que había entrado a la Avenida Reforma. Ya era muy tarde, todos los puestos de la Feria del Hueso se encontraban cerrados, pero este solitario sujeto mantenía la idea de encontrar algún olvidadizo ciudadano que necesitase un aventón a su casa, pero a su vez movía la mirada hacía los espejos y alrededor para cuidarse de la policía, ya que él no debía estar ahí, se suponía que cerraron la calle para el festejo mexicano.
Sintonizó la única radio que transmitía música de su gusto a esa hora, ajustó el volumen y se concentró aun más en el camino; redujo la velocidad y se enderezó en el asiento. La niebla se había hecho más densa que antes. Con miedo a ser visto por alguna patrulla encendió las luces, y fue ahí cuando una dorada cabellera reflejó lo transmitido por los faros del taxi.
Una espesa neblina mantenía manejando con cuidado a un aventurado taxista que había entrado a la Avenida Reforma. Ya era muy tarde, todos los puestos de la Feria del Hueso se encontraban cerrados, pero este solitario sujeto mantenía la idea de encontrar algún olvidadizo ciudadano que necesitase un aventón a su casa, pero a su vez movía la mirada hacía los espejos y alrededor para cuidarse de la policía, ya que él no debía estar ahí, se suponía que cerraron la calle para el festejo mexicano.
Sintonizó la única radio que transmitía música de su gusto a esa hora, ajustó el volumen y se concentró aun más en el camino; redujo la velocidad y se enderezó en el asiento. La niebla se había hecho más densa que antes. Con miedo a ser visto por alguna patrulla encendió las luces, y fue ahí cuando una dorada cabellera reflejó lo transmitido por los faros del taxi.
Se trataba de una joven mujer, no llegaba a los
treinta años. Llevaba puesto un vestido rojo, unos tacones blancos de gran
plataforma y portaba una larga cabellera dorada; más brillante que cualquier
otra piedra preciosa habida y por haber.
Al taxista le impresionó mucho la chica y aun viéndose de espaldas, este consideró que se trataba de una joven y bella mujer; entonces se orilló y con el claxon consiguió la atención de la joven muchacha.
Al taxista le impresionó mucho la chica y aun viéndose de espaldas, este consideró que se trataba de una joven y bella mujer; entonces se orilló y con el claxon consiguió la atención de la joven muchacha.
Bajó el vidrio del asiento del copilotó y entabló
conversación.
—Buenas noches, señorita, ¿necesita que la lleve a su casa? —preguntó con una amigable sonrisa.
—Buenas noches, señorita, ¿necesita que la lleve a su casa? —preguntó con una amigable sonrisa.
—Buenas noches, sí, necesito llegar a mi casa, me salí
sin permiso, y si se dan cuenta que no estoy, me irá muy mal... —explicó un
tanto apenada.
La joven reveló al taxista sus bellos zafiros
oculares, sus gruesos labios rojos y delicados rasgos femeninos que harían caer
rendido a cualquiera.
—De acuerdo, suba entonces —indicó.
Pero la muchacha no subió, sólo se quedó ahí parada moviéndose
ligeramente.
—¿Qué sucede? —preguntó—. No tema, no le haré daño
—sonrió de nuevo.
—No... —dijo casi entre dientes—. Es sólo que... No
creo tener dinero suficiente como para pagar un viaje tan extenso...
—Dígame hasta donde va, y le digo cuanto le costaría.
—Al final de la Reforma, cerca del Panteón...
—¿Considera eso lejos? —preguntó retóricamente—. ¡Está
a unos minutos! Serán... quince pesos solamente.
La chica sonrió aliviada y con fuerza estrujó un
arrugado billete de veinte pesos que sostenía como si lo estuviese escondiendo
en su mano derecha; abrió entonces la puerta de pasajeros del taxi y subió. En lo que llegaban, el taxista deseaba saciar
algunas dudad que le habían surgido al presentársele tal situación.
—Una chica como usted, en un lugar como este, a estas
altas horas de la noche y aparte sola... ¿se encuentra bien? —dejó llevar sus palabras.
—No debía salir todavía, es demasiado temprano —miró
hacia un lado—. Desde ayer estoy fuera de casa, y como mi familia ha estado durmiendo,
no se dieron cuenta de mi ausencia, pero están por despertar. Tendré problemas
si van a buscarme y no estoy, se supone que estoy durmiendo hace ya un tiempo.
—¿Está fuera de su casa desde ayer? —se impresionó—.
Si que se encuentra en un grave lio, señorita.
Mientras ella y él hablaban, intercambiaban miradas
por el retrovisor.
—Así es, por eso debo apresúrame, creo que no lo
lograré —mordió su labio.
—Disculpe por entrometerme tanto, pero podría saber...
—se detuvo unos segundos—, ¿qué fue a hacer durante un día entero? —acomodó sus
manos en el volante.
—Visité viejos amigos, amantes y familiares... —bajó
su mirada—. Muchos cambiaron, no tenía idea de la situación en la que los iba a
encontrar. No me trataron como esperaba, al contario, les disgustó verme...
—¿Tantas personas debía ver que le tomó un día entero?
—Así es, he pasado por muchas cosas...
—¡Pero no se desanime! —exclamó—. Así es la vida
después de todo...
—¿A qué se refiere...? —interrumpió.
—Lo que quiero decir es que la gente muchas veces
cambia, o en realidad no era quien uno creía; uno apostaría su vida por
aquellos que ama, pero ellos no por uno... Pero al final uno se da cuenta que
de verdad tiene gente al rededor que le aprecian de verdad... ¿o me
equivoco...?
La muchacha se quedó callada unos segundos.
—Tiene razón... Ellos me trataron hoy así, pero mi
familia siempre estuvo conmigo, desde hace ya muchos años... —sonrió con sus
blancas perlas relucientes—. Aunque de todas formas, ellos no me visitaban hace
ya un tiempo, quería saber si les había pasado algo... Pero ya no importa.
—¿Ve? No es tan malo...
—Aquí es... —dijo seria y espontanea.
Habían llegado a donde la chica quería; la niebla se
había adelgazado un poco, pero no del todo.
—¿Dónde es? —preguntó el taxista,
—¡Allí! —señaló.
La oscuridad de la noche y la blanca tela no dejaron
ver al taxista donde le había indicado la joven; pero para no quitarle más
tiempo sólo asintió con la cabeza.
—¿Quince pesos había dicho, verdad?
—Así es.
—Aquí tiene, guarde el cambio —le entregó un billete
de veinte pesos.
—Gracias... —sonrió.
El taxista observó como la chica temblaba del frío,
así que antes de que se alejara del auto la tomó de brazo y le ofreció su
chamarra.
—No es necesario, señor, gracias.
—Vamos, sólo por esta noche, de camino a su casa
podría tomar un resfriado, sería malo que eso pasara, no lo puedo permitir.
—Si eso es lo que piensa, se lo agradezco... —se puso
la chamarra—. Gracias... Venga por la mañana, no estaré, pero dejaré su
chamarra a la vista, así podrá recuperarla.
—De acuerdo, suena bien pero... disculpe hacerle esta
pregunta pero... si no encuentro su casa, ¿qué nombre debo decir para que indiquen
la dirección?
—No es problema, no tiene porqué disculparse...
—sonrió—. Ni nombre es Mirna Hernández.
Entonces sin decir más y quitándole oportunidad al
amable taxista de decir algo más, Mirna se apresuró a irse.
Más tarde, casi para dar las nueve de la mañana, el
taxista volvió en busca de su chamarra.
Buscó en la zona pero no encontró su prenda por ningún
lado; se fastidió un poco, ya que en ese lugar, en ese día la gente caminaba
como sardinas.
A lo lejos vio alguien que salió de su casa y se
acercó.
—Buenos días, disculpe pero, ¿no sabrá dónde encontrar
a Mirna Hernández?
Era un anciano, ya casi sin nada de cabello; con unas
cejas plateadas muy pobladas, alto y delgado.
Vestía una camisa amarilla con líneas del mismo en un
tono más fuerte, pantalón crema y zapatos de vestir cappuccino,
—¿Mirna Hernández? ¿Alguien güera y de ojos azules?
—¡Sí, ella misma! —exclamó feliz el taxista.
—Sígame... —le miró extrañado.
—¡Gracias! —sonrió.
—Es la primer persona que viene a verla en mucho
tiempo que no sea yo —comentó—. Ella y yo nos vemos un par de veces en el año.
Atiendo un negocio así que no puedo descuidarlo.
El taxista sin darse cuenta, debido a la cantidad de
gente y por venir concentrado escuchando al anciano, no se percató de que había
sido guiado dentro del panteón.
—Aquí está... Mirna, buenos días, tienes un
visitante...
Habían llegado ambos a una tumba, esta decía
claramente: "Aquí yace Mirna Hernández", el año de fallecimiento
estaba borroso, pero el año nacimiento decía: "1950".
—Esto debe ser un malentendido, señor, yo...
—Qué raro... —interrumpió—. Alguien dejo su chamarra
olvidada aquí... —tomó la prenda—. Estando entre tanta gente no es de
extrañarse.
Los ojos casi saltan fuera de las cuencas del taxista.
—¿Me... deja... ver... esa... chamarra? —preguntó casi
sin voz.
No había duda alguna, era su chamarra. El mismo olor,
textura, talla y algunos hilos salidos se mantenían donde mismo. Entonces
observó las cercanas tumbas de junto, se alcanzaba a leer: "Jaime
Hernández", "Susana Morales de Hernández", "Alexan
Hernández" y "Luis Hernández".
Sin aliento, casi a punto de desmayarse, el taxista
retomó la palabra.
—Disculpe... esta... mujer... ¿murió joven...?
—preguntó a duras penas.
—Sí... —dijo sin rodeos—. Fue un trágico accidente
familiar, los viejos de esta colonia nunca lo olvidaran... La pobrecita no
llegó ni a los treinta años de edad...
El taxista sin decir nada
más se alejó en una rápida caminata, dejando al anciano hablando solo.
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